
La imaginación de Rafael Bolívar Coronado era tan eficaz que recreaba casi con exactitud la realidad. Tal grandilocuencia se expresa en la cantidad de seudónimos que usó, entre los que se encontraban Andrés Eloy Blanco, Andrés Bello, Juan Antonio Pérez Bonalde, Juan Vicente Gómez, Pío Gil, José Antonio Calcaño y Arturo Uslar Pietri. “La originalidad es el mejor de los plagios”, dice el poeta Carlos Angulo. Usó más de seiscientos nombres, falsos y verdaderos, y justificó sus timos como herramientas de la necesidad en su mencionado libro autobiográfico.
Lo único a lo que no pudo escapar Rafael Bolívar Coronado fue al hambre: tuvo que alimentar más de seiscientos nombres. Ese fue su mayor desafío como escritor.
Ernesto Cazal.
Hasta hace algún tiempo, la figura de Rafael Bolívar Coronado (Villa de Cura, 1884-Barcelona, España, 1924) contenía la sustancia de la épica. Su imagen fue adquiriendo, a través del testimonio de las personas que lo conocieron, una significación que lo contraponía entre un personaje heroico o un pícaro pero que, en cualquiera de los casos, no aminora la fascinación que despiertan su vida y su obra. Castellanos, a lo largo de esa investigación, escruta en bibliotecas, archivos y documentos de editoriales –españolas y venezolanas–en las que el biografiado llegó a publicar a través de sus múltiples seudónimos; nombres que son complicados para reunir y ofrecer una obra prácticamente desconocida y dispersa. Su escrúpulo de investigador (y también de admirador) lleva al autor hasta María Noguera –viuda de Bolívar Coronado–, cuya contribución hace de esta obra un libro de primera fuente, un viaje que nos devuelve a un autor digno de estudiar desde una postura moderna.