Víctor Hugo decía nous mangeons de l'inconu. Aquello que está sobre la mesa celebra los sentidos, prodiga el placer. Y allí está la carne primitiva sangrante; el animal herido que adorna la sobrevivencia; el animal que ahora es pieza exquisita luego de haber sido tratado, adorado y cocinado audazmente. Los cuerpos se devoran entre sí, mezclan sus humores y es todo tentación aquello que teje y adereza la piel, el tacto, aquello que se besa, se lame, se acaricia. Este paralelo erótico entre la mesa y la cama tiene su tradición y sus apologistas, pero consigue en Enrique Hernández D' Jesús a su más profano seguidor.
Los corderos son corderitas que liban sus sabores entre especias y caldos precisos, un corte de res se torna muchachita que macera su deseo entre frutos y hierbas fuertes; el cerdo, tan desdeñado, cobra en sus costillitas y perniles insospechados aromas y texturas inenarrables. Y proponen el escenario exacto para estos platos ungidos de profunda poesía, que invita a explorar el gusto a través de la palabra, la risa, la seducción, y eso promiscuo que late cada vez que abrimos la boca y pronunciamos alguna frase en el éxtasis o ante una mesa bien servida.