Hace mucho, mucho tiempo, cuando el Orinoco era un temblador que jugaba con las estrellas y con los gallos de la sabana, cuatro hijitos de ese temblador se convirtieron en gente. Y estos cuatro hijos, de tanto amar la música, se convirtieron en una sola serenata que resonaba en los tepuyes y en las quebradas. Y así como cuando la luna toca cuatro y se emparranda de día con el cachicamo y la sapoara, así se fueron emparrandando los cuatro carajitos, que se decía eran hijos del temblador. Y de tanto cantar y tocar, las gentes les fueron agarrando cariño y ya más nunca se fueron de nosotros. Y por eso, cuando los cuatro hijos del temblador, que jugaban con las estrellas y con los gallos de la sabana, llenan de música a Venezuela y al mundo también porque ese temblador, que jugaba con las estrellas y con los gallos de la sabana, se convierte en melodía del pueblo, se convierte en parranda y amistad.
Cuando Serenata Guayanesa canta, canta la Piedra del Medio, esa isla maciza que vigila a Ciudad Bolívar y a Soledad al mismo tiempo. También cantan Alejandro Vargas y Félix Mejías, toca el maestro Lauro su guitarra y el mazapán de La Pelusa se deshace en la boca de los niños que juegan pelota en la bajada de Perro Seco. Esta Serenata amiga de todos ya llega a 45 años. Un pocotón de años siendo amigos de un país que los ha visto dedicar su vida a los niños, a la música tradicional pero, sobre todo, a la esencia de esta Tierra de Gracia. Para un país que siempre ha tenido una memoria un poco olvidadiza, valga decir que estos cuatro carajitos de Serenata han estado allí para decirnos lo que somos, lo que fuimos y seremos. Cada vez que una canción de Serenata Guayanesa resuena en algún rincón, cada vez que la pulga y el piojo o el sapo soplan su melodía, por allí vibra también el alma de esta tierra.