
El mayor desastre que padecemos los seres vivos y el planeta Tierra es producto de la afectación a la ecuación ecológica del equilibrio ambiental. Evidentemente, su origen es antropógeno y su agudeza tiene raíz tanto en el tardío conocimiento de las causas y la percepción de sus efectos, como en la negligencia y la irresponsabilidad de los mayores protagonistas que emiten la agresión; pero sobre todo, en la profunda inconciencia que aún emana a nivel mundial para abordar los mecanismos que detengan lo que puede significar la destrucción ineludible de la Madre Tierra.
Lo que nos sugiere en conclusión El Convenio de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Una perspectiva histórica y su devenir, al confrontar esta realidad nada ajustada al ultimátum que tenemos, pero sí al descabellado desinterés que profieren los responsables y a la constancia con que continúan emitiendo los mortíferos gases de efecto invernadero, a través de sus millonarias industrias. En espera de un acuerdo efectivo para detener el daño, “… la naturaleza no esperará a que terminen las negociaciones…”, deja oír en lontananza, todavía, la voz de Ban Ki-moon.