Eugenio Montejo (Caracas, 19 de octubre de 1938 – Valencia, 5 de junio de 2008) fue un poeta y ensayista venezolano. Premio Nacional de Literatura 1998 y Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo 2004. Además se desempeñó como profesor universitario y gerente literario de la editorial venezolana Monte Ávila Editores. El poema El tiempo giró para acercarnos es citado en la película 21 gramos, del director mexicano Alejandro González Iñárritu.

LA POESÍA

La poesía cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide
ni siquiera palabras.

Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,
pero tan intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos.

 

LOS AUSENTES 

Viajan conmigo mis amigos muertos.
Adonde llego, van por todas partes,
apresurados me siguen, mi preceden,
gentiles, cómodos e incómodos,
en grupos, solos, conversando, paseando.
A mi paso se mezclan sus huidizos colores
hasta envolverme en un lento crepúsculo…
Tantos y tantos, cada quien en su estatua,
y en torno siempre las máscaras del sueño.
Y mi estatua también a su lado, flotando.
Muertos de nunca habernos muerto,
de estar en algún tiempo, en algún parque,
juntos y apartes, conforme, inconformes,
mudos, charlando, con voces, sin voces,
es verdad ya ni vivos ni muertos:
algo intermedio que tampoco es estatua,
aunque tengamos ya de piedra los ojos
y unos y otros nos sigamos, corteses, polémicos,
contentos de estar en la tierra y de no estar en ella,
en eternas tertulias donde, se hable o no se hable,
todo queda para después o para antes,
para cuando no sabíamos que después era entonces
ni que nuestra sombra de pronto levitaban
visibles e invisibles en el aire.

Un instante de nuevo me reúno con ellos,
conversando otra vez esta tarde, tan tarde,
en un Café de ruidos urbanos, suburbanos…
Es decir, bebiendo sin beber, un poco abstemios,
pues los muertos no beben, pero beben a veces,
juntos y alegres, aunque no tanto, sino alegres,
con un trago o ninguno, pero con un trago,
creyendo que el tiempo ya pasó y no ha pasado,
y por eso pasó sin pasar, es decir, nunca pasa.
Cada quien con un whisky sin hielo o con hielo,
más cálido que frío, sin instante un instante,
con el recuerdo que nada recuerda esta tarde
y por eso se acuerda ahora de todo…
Bebiendo con ellos que fuman y charlan,
que parten y vuelven, dialogan, discuten,
hablando por hablar y a veces por no hablar,
hasta decirnos qué de Picasso hay en la ausencia,
cuánto cubismo en la manera de alejarnos,
el modo de mirarnos con ojos verticales
y saludarnos con la mano a la inversa,
la forma de beber un solo vaso roto
que ya no tiene vidrio ni licor ni volumen,
el modo de no beber creyendo que se bebe
y seguir todos juntos ahora que estoy solo.

 

 RETORNOS

El tiempo es redondo y atormenta…
Voy mirando toda mi vida
bajo la huella de una carreta.
En el próximo pueblo hay un rostro
al que he conocido hace siglos;
salvo la lluvia y el polvo,
salvo el tacto en los espejos,
me reconocerá por el caballo
y los cascos llenos de nieve.

Todas las formas del paisaje
pasarán del negro al verde
y otra vez del verde al negro,
según las vueltas de la rueda…
Y en los galopes se hará el viento
con los vapores del misterio,
cuando los ojos del auriga
palpen las piedras del camino,
cada vez que sueño y cabalgo,
mientras vuelvo y desaparezco.

 

ALFABETO DEL MUNDO

En vano me demoro deletreando

el alfabeto del mundo.

Leo en las piedras un oscuro sollozo,

ecos ahogados en torres y edificios,

indago la tierra por el tacto

llena de ríos, paisajes y colores,

pero al copiarlos siempre me equivoco.

Necesito escribir ciñéndome a una raya

sobre el libro del horizonte.

Dibujar el milagro de esos días

que flotan envueltos en la luz

y se desprenden en cantos de pájaros.

Cuando en la calle los hombres que deambulan

de su rencor a su fatiga, cavilando,

se me revelan más que nunca inocentes.

Cuando el tahúr, el pícaro, la adúltera,

los mártires del oro o del amor

son sólo signos que no he leído bien,

que aún no logro anotar en mi cuaderno.

Cuánto quisiera al menos un instante

que esta plana febril de poesía

grabe en su transparencia cada letra:

la o del ladrón, la t del santo

el gótico diptongo del cuerpo y su deseo,

con la misma escritura del mar en las arenas

la misma cósmica piedad ‘

que la vida despliega ante mis ojos.

 

LOS ÁRBOLES

Hablan poco los árboles, se sabe.

Pasan la vida entera meditando

y moviendo sus ramas.

Basta mirarlos en otoño

cuando se juntan en los parques:

sólo conversan los más viejos,

los que reparten las nubes y los pájaros,

pero su voz se pierde entre las hojas

y muy poco nos llega, casi nada.

Es difícil llenar un breve libro

con pensamientos de árboles.

Todo en ellos es vago, fragmentario.

Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito

de un tordo negro, ya en camino a casa,

grito final de quien no aguarda otro verano,

comprendí que en su voz hablaba un árbol,

uno de tantos,

pero no sé qué hacer con ese grito,

no sé cómo anotarlo.

 

 

LA TIERRA GIRÓ PARA ACERCARNOS

 La tierra giró para acercarnos,

giró sobre sí misma y en nosotros,

hasta juntarnos por fin en este sueño,

como fue escrito en el Simposio.

Pasaron noches, nieves y solsticios;

pasó el tiempo en minutos y milenios.

Una carreta que iba para Nínive

llegó a Nebraska.

Un gallo cantó lejos del mundo,

en la previda a menos mil de nuestros padres.

La tierra giró musicalmente

llevándonos a bordo;

no cesó de girar un solo instante,

como si tanto amor, tanto milagro

sólo fuera un adagio hace mucho ya escrito

entre las partituras del Simposio.

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