Por: José Zambrano

La cultura del petróleo, de Rodolfo Quintero, se ha convertido en un clásico para entender los terribles males que nos trajo la explotación desmesurada e irracional del petróleo. Ese oro negro, ese “excremento del Diablo”, según el apelativo que le dio el intelectual Juan Pablo Pérez Alfonso, cuyo nombre lleva la colección en la cual publicó este libro la Fundación Editorial El perro y la rana. Una atinada elección como el mejor de los presentados en 2015, y que ahora se relanza, en conjunto con otras obras, para la campaña de celebración de esta casa editorial por sus “12 años de libros libres”, promoviendo siempre el acceso a la cultura.

Rodolfo Quintero nació en el Zulia en 1909, fue antropólogo, profesor y dirigente sindical. Formó parte de la Generación del 28, fue miembro de una de las primeras células del Partido Comunista de Venezuela (1931) y cofundador de la Central Unitaria de Trabajadores de Venezuela (1936). Falleció en el año 1985. Entre sus escritos se destacan también El petróleo y nuestra sociedad (1970) y Antropología del petróleo (1972), que junto a este que presentamos (de 1968) forman una verdadera trilogía sobre el tema del crudo. Como se puede apreciar, el haber vivido en aquellos años lo hizo contemplar directamente esos grandes cambios que se generaban.

En La cultura del petróleo, el autor parte de una descripción de la “cultura de la conquista”, se adentra luego en un análisis interpretativo de los campos petroleros y del proceso de formación de la “ciudad petróleo”, discute las condiciones y acciones necesarias para el desarrollo de las verdaderas culturas nacionales, para culminar con una crítica de la cultura “gringa” y del proceso de colonización ideológica adelantado por las empresas transnacionales petroleras y sus socios.

Comparativamente, se puede rememorar la metáfora de estos procesos capitalistas en América que nos dejó la pluma del escritor colombiano Gabriel García Márquez, cuando nos narró cómo la compañía bananera cambió las dinámicas de vida de Macondo, por las que sus habitantes tenían que salir para volver a conocer su propio pueblo (la compañía también creó una ciudad aparte para sus trabajadores extranjeros). Mutatis mutandis, esta “cultura del petróleo” que señaló el antropólogo zuliano importó su modelo de trabajo, de vida y de producción, llegando a generar una ciudadanía “agringada”. En palabras de Quintero: “Entre los rasgos del estilo de vida propio de la cultura del petróleo predomina el sentido de dependencia y marginalidad. Los más ‘transculturados’ llegan a sentirse extranjeros en su país, tienden a imitar lo extraño y subestimar lo nacional”. Esto lo rastrea el autor desde la misma implantación del modelo de vida feudal de los españoles cuando invadieron América, en la manera de construir las casas, en el vestido, etcétera. Incluso, a la luz de este libro, se puede ver el precedente de la actual situación en la que muchos venezolanos viven del comercio informal y del transporte:

Los que trabajan en los campos petroleros se surten de alimentos, vestidos, medicinas y lo indispensable en los negocios establecidos en las comunidades vecinas. La operación de compra y venta relaciona a los trabajadores con los pobladores de estas, pero no llega a vincularlos íntimamente. Para el personal de las compañías, la población de esas comunidades viven en un “mundo” distinto que no les interesa.

Pero el autor no solo describe, sino que hace un análisis completo, es decir, no se basa en meras opiniones mediáticas o panfletarias, sino que parte desde una reflexión profunda de militante e ideólogo. Así lo vemos cuando cuestiona el concepto mismo de lo que se entiende por cultura, echando mano de sus conocimientos antropológicos y de las categorías marxistas: como el problema de la relación entre la estructura económica y la superestructura ideológica. Todo esto ante el eterno reto de superar la cultura rentista y el consumismo que se desprende de ella, sin dejar de dar cuenta de los logros en cuanto a nuestra soberanía sobre los hidrocarburos. Pues no solo se ha desangrado nuestro país gota a gota, y nuestras identidades autóctonas se han ido disgregando, “transculturando”; hay que reconocer que el petróleo ha sido la tinta que reescribió nuestra historia.

Quizás no sea tarde todavía para reaccionar, cambiar y atesorar lo que aún nos queda. Esa es la intención del autor y de esta editorial: procurar la reflexión y la construcción de nuevos modelos para superar ese vórtice decadente de la dependencia ciega y de la depredación desmesurada de los recursos, pues creemos que solamente lo lograremos mediante el fortalecimiento de nuestra cultura.

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