Por Indira Carpio

Las lágrimas por las Mirabal elevaron una estalagmita en la cueva de Rafael Leónidas Trujillo.

Las últimas gotas lo cosieron a tiros en el asiento de atrás de su auto. El “jefe” venía de las montañas, el dibujo de las piernas abiertas de la amante de turno.

Sesenta balas –made in USA– lo despidie- ron en la avenida George Washington. El mismo Estados Unidos que lo había puesto en el Palacio Nacional, ahora lo destronaba por miedo a la avanzada comunista de entonces.

La mitad de esas balas: treinta, fueron la canti- dad de años del “benefactor” en el gobierno.

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Minerva era el tórax de la mariposa que pin- taba de cielo la casa de los Mirabal Reyes.

Sus hermanas, las alas.

A un extremo Patria nacía primero, y al otro María Teresa después.

El viento en Ojo de Agua les dio forma.

Aída Patria Mercedes era solo dos años ma- yor que María Argentina Minerva, quien le llevaba once a Antonia María Teresa. Entre Patria y Minerva nació Bélgica Adela “Dedé”, única de las cuatro que pisaba tierra.

Y el aire terminó por desinflarlas, porque crecieron y las ideas tomaron tantas formas como sus cuerpos.

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“El único problema en este país es Minerva Mirabal y la Iglesia”, diría Trujillo, un día de esos en los que el calor era pegostoso y el sol no se acaba nunca.

Y prepararía para ella y sus hermanas el camino a Marapicá, después del puente, en una curva, el despedazamiento de la mariposa.

Tonó (su otra hermana de crianza), en casa, sintió la mano de Patria sobre su hombro que le gemía: “Mi hijo, mi hijo”.

Se dice que Rafael Leónidas no dejó entrar, tampoco salir el viento. Mandó a hacerles un nudo con un pañuelo y apretar y apretar y apretar, hasta que ya no se sostuviera el cuello.

Después hizo testigo a los cañaverales y dejó caer sobre las Mirabal los aguijones de la plaga en que se había convertido.

Las condujo hasta el auto, en el que venían de visitar en la cárcel a sus esposos y las arrojó, junto al chofer Ru no de la Cruz, por los bordes de la isla.

El sol amaneció poquito, los vecinos las des- enfundaron de aquel abismo y las pusieron una al lado de la otra. Llovía y corrían los hilos de sangre por el pueblo. Esta y aquella las peinaron.

Doña Chea miró que no llegaron sus mucha- chas y una mirada entre ella y Dedé terminó en un alarido que todavía el aire devuelve por Ojo de Agua.

Tonó ya lo sabía.

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Patria y Minerva no pudieron ganarle nunca a Tonó haciendo círculos de ores en el suelo. Mate y Dedé en vez de dedos tenían helechos. Para no aburrirse leían a Víctor Hugo, lo mismo que a Neruda, o corrían como yeguas hasta quedar sembradas en el copito de alguna montaña.

Del colegio vieron llevarse a varias de sus compañeritas a la cama de Trujillo, quien se daba vueltas por el recinto, para elegir a la presa.

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En junio de 1949, Trujillo conoce a Minerva y se empecina en que ella cumpla, como tantas, su derecho de pernada. Tres fueron las veces en que la Mirabal lo rechazó. Y cayeron las velas de Trujillo y el mar de la mariposa no se le olvidaría nunca. Ella lo pudo dejar solo, en medio de la pista, bailando las olas, sin encontrar orilla.

Las Mirabal eran parte del Movimiento clandestino Antitrujillista y Revolucionario 14 de Junio, de izquierda y formado en la guerra de guerrillas por el propio Fidel Castro.

Con su fundador sí se haría aguas Minerva.

El hijo más pequeño de ambos tendría once meses cuando asesinaron a su madre.

En total, seis hijos quedarían huérfanos de mariposas.

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Las anémonas de sus ores corren subterráneas por el Caribe, a veces como raíces, otras como tentáculos, una nube de ventosas adheridas al vacío, decidida a hacer algo.

Vuelven cada tanto, dispuestas a poner la muerte por ver cómo brota el sol. Y marchan, ten- didas en un crepúsculo, devoradas en la licuefacción que convierte una estalactita en los dientes de una cueva.

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