Afortunadamente para él, sus lectores y los poetas criollos sucesores, Ramón David Sánchez Palomares nació en Escuque, Trujillo, el 7 de mayo de 1935. Aunque suene atrevido, se dice ‘afortunadamente’ porque en el desarrollo de su vida sería Escuque –su esencia, su dialecto, su viento, su cielo, sus casas, su flora, su fauna y sus gentes– lo que forjaría el sorprendente y fascinante legado que dejó el escritor, conocido como Ramón Palomares, en forma de poesía.

El trujillano, además, nació en lo que él mismo llamó “un año de gracia”, 1935, el de la caída del régimen gomecista. Espacio y tiempo oportunos. Creció entonces en un hogar lleno de amor, propiciado por “una legión de educadoras” y dos hombres muy cercanos a él y al proceso de escritura: su padre y su tío, donde además revoloteaban constantemente las ideas en favor de la libertad.

Si bien sus primeras lecturas se manifestaron desde muy joven con clásicos de los Hermanos Grimm, Oscar Wilde y cuentos japoneses que lo mantuvieron con la mirada puesta sobre hadas, dragones y castillos, el oído de Palomares permaneció encantado por el habla de sus vecinos. La cadencia, el ritmo, el tono, las palabras y la humildad en las expresiones de Escuque le resultaban más atrayentes que la narrativa aplaudida por el mundo. A partir de allí, iría descubriendo lo que se convertiría en la trasformación del lenguaje poético venezolano.

En el año 1952 se graduó de maestro normalista en la Escuela Normal Federal San Cristóbal. Pronto se mudó a la capital del país para hacer de su pasión por las palabras un oficio; ingresó en el Instituto Pedagógico de Caracas para cursar la especialidad de Castellano y Literatura. En el instituto conoció colegas con los que pasaba el tiempo discutiendo ideas para la renovación de la literatura venezolana, que al mismo tiempo iban esculpiendo la personalidad literaria de Palomares, cuya forma nunca estuvo alejada de la personalidad individual del escritor.

A la edad de 20 años enfrentó una de las experiencias que le cambió la vida y la pluma: la muerte de su papá. En 1955 empezó a concebir la escritura como un medio de desahogo para el alma, en medio de un estado de insomnio y abstracción. De allí nació Elegía a la muerte de mi padre, que luego inspiraría el primer libro del ilustre en 1958, año en que egresó como Profesor de Castellano y Literatura y consolidó su carrera como escritor también a partir de publicaciones en colectivo con colegas literatos.

 

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Justo en ese mismo período, junto a figuras como Salvador Garmendia, Adriano González León, Rodolfo Izaguirre y Guillermo Sucre, Palomares conformó el grupo artístico literario llamado Sardio, que seguidamente se volcó en una revista homónima en la que el trujillano fungió como principal editor. La publicación de Sardio fue un espacio contestatario en el que se exponían inquietudes ideológicas a partir de distintas ramas artísticas.

Cuando Sardio pasó de ser solo un movimiento a ser una publicación editorial, Palomares lanza su primera obra: El Reino. Para él significó su “nacimiento literario” en el que expresó paisajes, pensamientos y emociones de su niñez y juventud. En El Reino, el autor empezó a esbozar su facilidad para tratar los temas más profundos de la existencia a través de la espontaneidad y simplicidad en las palabras. Además, hizo gala de su estilo surrealista y subversivo al escribir y describir lejos de las formalidades poéticas de la época. Manifestó desde el principio su admiración por la naturaleza, tratada no como un ente exterior al ser humano, sino más bien como una parte del mismo y, sobre todo, de él mismo.

Para 1961 y luego de la publicación de ocho números de la revista, el grupo Sardio se disuelve y sus integrantes inclinados hacia la izquierda conforman ahora El Techo de la Ballena, movimiento y colectivo igual de subversivo, artístico y literario, en el que editó la revista Rayado sobre el techo.

El segundo libro de Palomares se hace público en 1964: Paisano. Es con esta obra que terminó de situarse en el plano lingüístico que caracterizó su popularidad dentro y fuera de las fronteras venezolanas. Toda propiedad oral y sonora de la naturaleza andina fue plasmada con la mayor fidelidad en sus versos. Logró que sus poemas fuesen tan hechizantes como los paisajes y sonidos mismos que retrató, fuera de intelectualismo y dentro de la experiencia, fuera de un plano racional y desde un desdoblamiento corporal. En Paisano, la poesía dejó de ser representación de naturaleza para convertirse en naturaleza mediante una comunicación simple y, diría él, humilde.

Paisano le valió el premio Municipal de Poesía de Caracas en 1965, año en que fue publicada su obra Honras fúnebres. Dos años después publicó Santiago de León de Caracas, en homenaje al cuatricentenario de la capital. A ese título le suceden dos más: El vientecito suave del amanecer con los primeros aromas (1969); Poesía. Antología (1985).

En 1974 bautizó el libro que completó su trilogía más famosa y terminó por situarlo como uno de los maestros más importantes de la poesía venezolana: Adiós Escuque, una obra nutrida de tradición venezolana que va más allá de la poesía folclórica, puesto que su motivación espiritual le otorga un carácter universal. Él mismo aseguró que se trataba de un registro de su “leyenda personal”. En este punto, el autor ya había comprendido la escritura como un canal de expresión del alma y elevación del espíritu. Entendiendo que el entorno constituye el ser y el ser hace el entorno, plasmó la voz del espíritu desde la expresión autóctona de su pueblo natal. Palomares consiguió, entonces, desconfigurar y configurar el lenguaje para desconfigurar y configurar el universo.

 

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“Para mí, Adiós Escuque no creo que se trate de un libro en el sentido que acostumbramos darle. Me encuentro mejor entendiéndolo como depurada derivación del alma hacia la página, en una infrecuente, enigmática dolencia donde no interviene la voluntad. Obra creada desde una prodigiosa experiencia del espíritu y nunca desde un proyecto, una idea, alguna matriz de evolución en la vida de un autor. Los poemas están allí en una desnuda palpitación de la vida, pasada por los filtros, por la maceración, mejor, de muchas gentes”, sugirió su colega y amigo Miguel Márquez, en el libro Viejo Lobo, con el que la Fundación Editorial Escuela El perro y la rana conmemoró el trabajo de Palomares en el 2016.

Esta habilidad profética, única y particular que asomó en sus inicios (El Reino), reafirmó con Paisano y solidificó con Adiós Escuque, originó nuevas corrientes en la poesía venezolana y fue reconocida en 1975 con el Premio Nacional de Literatura. A partir de entonces se le ha rendido homenaje en múltiples eventos literarios, como la Primera Bienal de Literatura Mariano Picón Salas (1991), la VI Semana de la Poesía organizada por la Fundación Juan Antonio Pérez Bonalde (1997) y la II Bienal de Literatura (2005).

Su pasión por la espiritualidad, la naturaleza, el misticismo, su tierra natal y el registro histórico venezolano siguió dirigiendo su escritura a lo largo de los años, en publicaciones como Elegía, el viento y la piedra (1984); Mérida, elogio de sus ríos (1985); Alegres provincias (1988); Lobos y halcones (1997); En el reino de Escuque (2006) y Vuelta a casa (2007).

 

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Paralelo a todo ello, el escritor también ejerció su carrera como profesor en algunos colegios trujillanos y de Nueva Esparta, además de la Universidad de Los Andes, en la que se licenció en Letras y enseñó literatura hasta su jubilación, labor por la que luego la universidad le otorgaría el Doctorado Honoris Causa en el 2001. Maestro y especialista en lenguas clásicas, colaboró en El Farol, Papel literario, Poesía de Venezuela y Revista Nacional de Cultura.

Aun así, Palomares siempre fue un amigo ejemplar y decía que no era ni erudito, ni estudioso. Su humildad traducida en poesía dio luz a un nuevo lenguaje poético: uno sencillo, sin muchas vueltas, directo como él, sin perder la hermosura ni la capacidad de generar asombro. Tal como lo dicen sus seguidores, él fue, como pocos, reflejo exacto de lo que escribía. De hecho, cuando hablaba en su día a día, parecía estar recitando un poema.

Encontró la libertad en las palabras y dedicó su vida a profesarlo. Hizo extremo hincapié en la importancia de oír en vez de ver, en encontrar en el habla el fundamento para la escritura. Y no cualquier habla, sino el habla local, la lengua territorial como medio para la comprensión del ser; y, como consecuencia, en la conformación de un ser en armonía con la naturaleza y su espiritualidad, desde la escritura y la práctica del amor.

Su partida física ocurrió el 4 de marzo de 2016, ocasionada por una cardiopatía. Recibió una condecoración póstuma en la Orden de Libertadores de Venezuela por parte del presidente Nicolás Maduro y su espíritu aún palpita cada vez que alguien le lee, cada vez que un trujillano habla.

 

 

 

 

(T/Prensa/FEEPR)

 

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